sábado, 4 de junio de 2011

Partidas


Circus Maximus

Un día en las carreras… (de cuadrigas)
Era un sábado radiante cuando los aurigas salieron a la arena entre el estruendoso rugido de los miles de espectadores que abarrotaban el circo en el que se disputaría la gran carrera entre los mejores aurigas de todo el Imperio: Eduardocles de Atenas, Davídides de Epiro, Alvárico el galo, Daniel de Sidón, Rubienus de Italia… El laurel flotaba en el ambiente, el vino corría por las gradas y millones de sextercios iban y venían entre las manos de los corredores de apuestas por los colores favoritos de las masas mientras el Emperador, complacido, daba su consentimiento para que empezara la gran carrera.
Y así, entre el delirio del inmenso gentío agolpado en las gradas los caballos arrancaron espoleados por sus audaces aurigas en pos de la victoria o la muerte. Los látigos restallaban en los poderosos lomos de los bellos animales que corrían entre enloquecidos y salvajes por la arena dirigidos con maestría por sus conductores en busca de una mejor posición para llegar a la posiblemente para varios de ellos primera y mortal curva.
Aunque para descontento del populacho no hubo gran emoción en este principio de carrera, los aurigas se limitaban a correr sin intentar atacarse unos a otros si bien con un ojo puesto en la pista y el otro en los aurigas que tenían más próximos en una tensa espera por ver quien empezaría la refriega, lo que propició que los equipos con los caballos más rápidos se adelantaran y llegasen antes a la primera curva sin que pasara nada digno de ser mencionado excepto la incredulidad del gentío que empezaba a impacientarse pues no llegaba la sangre que se esperaba ver en esta soleada mañana de fiesta.
Llegando a la recta que daba pie a la segunda curva las cosas empezaron a animarse y empezaron los primeros ataques, que aunque tímidos y más bien de tanteo ya empezaban a poner las cosas en su sitio, que no es otro que los carros ligeros y con caballos rápidos tienen que caer como sea antes de que se alejen, pero no fue así como quedó destrozado el primer carro sino que en su búsqueda por ocupar la parte de fuera de la curva para progresar con mayor velocidad varios equipos la taponaron sin dejar espacio para los demás, ante esto, el carro de Eduardocles el “Mudo” que llevaba su carro a una enorme velocidad intentó una peligrosa maniobra por el centro de la curva pero no supo controlar la enorme potencia de su tiro y el carro volcó estrepitosamente dando vueltas de campana ante el entusiasmo del público que veía como carro y conductor acababan estampados contra las gradas en un auténtico revuelto de sangre y acero.
Mas la carrera continuaba y los carros más grandes, como buitres ante su presa, empezaron a ensañarse sobre los carros ligeros que quedaban en la pista, los ataques iban y venían sin pausa mientras se iba llegando al final de la primera mitad de la prueba, y una vez que se hubo girado el delfín que marcaba este punto de la carrera ya había dos carros destruidos de los siete iniciales que tomaron la salida, y alguno más con serios daños.
Ya pasado el ecuador de la carrera los aurigas se tiraban latigazos y ejecutaban sucios ataques contra las patas de los caballos o las ruedas de los adversarios, excepto un carro que iba por la parte interior de la pista, el del equipo amarillo de Davidides el “barbudus” que ajeno a lo que sucedía a su alrededor fustigaba a sus caballos hasta el límite en su afán de tomar la suficiente ventaja que le pudiera dar el triunfo. La pelea estaba en otro sitio, más en la parte exterior de la pista, cerca de la grada, donde los enfebrecidos espectadores podían ver como al pobre Daniel de Sidón le estaban dando de todos los colores, primero le rompieron varios radios de una de sus ruedas, luego le atacaron a sus caballos, y por último le destrozaron media rueda lo que llevó a que volcase espectacularmente para regocijo del público borracho de vino y emociones y desesperación de todos aquellos que habían apostado por los colores de éste, la esquiva Fortuna sonreía para otro lado. Pero la carrera seguía así como la pelea mientras se avanzaba hacía la última vuelta con los carros de Alvárico y Rubienus dirigiendo a la jauría que intentaba atrapar al fugado Davidides en un vano intento por conseguirlo ya que mientras que todos los carros y tiros estaban dañados, algunos de gran consideración, el astuto barbudo no había recibido ni acometido ningún ataque por lo que mantenía su carro como al principio, y su tiro de caballos, aunque no los más rápidos si los más resistentes y adaptados a las carreras largas tan frescos como una lechuga a gran distancia de sus perseguidores.
Por lo que el final de la carrera no tuvo más emoción que ver como se destrozaban un poco más los carros que pugnaban por el segundo puesto mientras el vencedor desfilaba sonriente disfrutando de su victoria, que por esta vez no sonrió como dice el dicho al más audaz, sino al más discreto.

Lo que ocurrió esa noche en la fiesta que el gobernador de la provincia Andresius Cedeñus dio en honor del emperador y del victorioso auriga, con todas las bellas y libertinas patricias y esclavas, el vino corriendo a raudales y el desenfreno provocado por las diosas Venus y Fortuna no ha sido recogido en las crónicas del escriba Andrikes, por lo que no podemos mostrarlo en estas páginas. Ésa es, sin duda, otra historia digna de ser contada. 

El Presi.

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